Jamás pensé que terminaría contando esta historia.
Mi mujer me pidió que no lo hiciera; dijo que nadie la creería y que solo
conseguiría ponerme en ridículo. Lo que quería decir, por supuesto, era que la
pondría en ridículo a ella.
—¿Y qué pasa con Ralph y Trudy? —le pregunté—.
Ellos estaban allí. También lo vieron.
—Trudy le dirá a Ralph que mantenga la boca
cerrada —contestó Ruth—, y tu hermano no es de los que necesitan mucha
persuasión.
Probablemente era cierto. Por aquella época, Ralph
era superintendente de la Unidad Escolar Administrativa 43 de New Hampshire, y
lo último que quiere un burócrata del departamento de educación de un estado
pequeño es aparecer al final de las noticias del canal por cable en la sección
dedicada al avistamiento de ovnis sobre la ciudad de Phoenix o a los coyotes
que saben contar hasta diez. Además, no tiene sentido contar una historia de
milagros sin que haya alguien que los haga, y Ayana ya no estaba.
Sin embargo, ahora mi mujer está muerta; sufrió un
infarto mientras volaba a Colorado para echar una mano con nuestro primer nieto
y murió casi al instante. (O eso dijo el personal de la compañía aérea, aunque
hoy día no les puedes confiar ni el equipaje.) Mi hermano Ralph también está
muerto —un derrame cerebral mientras participaba en un torneo de golf de la
edad dorada—, y Trudy ha perdido la cabeza. Mi padre falleció hace mucho
tiempo; si siguiera vivo sería centenario. Soy el último que queda, así que voy
a contar la historia. Es increíble, en eso Ruth tenía razón, y de todas formas
no significa nada; los milagros nunca significan nada, salvo para esos
lunáticos afortunados que los ven por todas partes. Pero es interesante. Y es
verdad. Todos nosotros lo vimos.
Mi padre estaba muriéndose de cáncer de páncreas.
Creo que uno puede saber mucho de la gente escuchando cómo hablan de ese tipo
de situación (y el hecho de que yo me refiera al cáncer como «ese tipo de
situación» probablemente os diga algo acerca del narrador, que se ha pasado la
vida enseñando inglés a chicos y chicas cuyos problemas de salud más graves
eran el acné y las lesiones por deporte).
—Está a punto de terminar su viaje —dijo Ralph.
Mi cuñada, Trudy, dijo:
—El cáncer ha avanzado.
Al principio pensé que había dicho «El cáncer ha
madurado», lo que me pareció desconcertantemente poético. Sabía que podía ser
así, no porque ella lo dijera sino porque yo quería que fuese así.
Ruth dijo:
—La cuenta atrás ha terminado.
Yo no dije «A lo mejor lo supera», pero lo pensé.
Porque lo veía sufrir. Esto fue hace veinticinco años —en 1982—, y sufrir aún
se consideraba una parte aceptada del cáncer terminal. Recuerdo que diez o doce
años más tarde leí que la mayoría de los enfermos de cáncer mueren en silencio
porque están demasiado debilitados para gritar. Aquello me trajo recuerdos tan
fuertes de la habitación de enfermo de mi padre que corrí al baño y me
arrodillé frente al inodoro, convencido de que vomitaría.
Pero de hecho, mi padre murió cuatro años más
tarde, en 1986. Por aquel entonces necesitaba atención domiciliaria, y después
de todo no fue el cáncer de páncreas lo que lo mató. Se ahogó con un trozo de
carne.
Don «Doc» Gentry y su esposa, Bernadette (mi padre
y mi madre), se habían retirado a una casa de las afueras de Ford City, no muy
lejos de Pittsburgh. Después de morir su esposa, Doc pensó en mudarse a Florida
y, tras decidir que económicamente no podía afrontar el cambio, se quedó en
Pennsylvania. Cuando le diagnosticaron el cáncer, pasó un breve período en el
hospital, donde explicaba una y otra vez que su apodo le venía de los años en
los que había sido médico de animales. Cuando ya se lo había contado a todo
aquel que estuviera interesado, lo enviaron a morir a casa, y toda su familia,
tal cual la había dejado —Ralph, Trudy, Ruth y yo—, se desplazó a Ford City a
verlo expirar.
Recuerdo muy bien su antigua habitación. En la
pared colgaba un cuadro de Cristo soportando que los niños se acercaran a él.
En el suelo había una alfombra andrajosa hecha por mi madre de un tono verde
nauseabundo; no era una de las mejores que había hecho. Al lado de la cama
había un perchero metálico para el suero con una calcomanía de los Pittsburgh
Pirates. Cada día me acercaba a esa habitación con más temor, y cada día las
horas que pasaba dentro se estiraban más. Recordaba a Doc sentado en la
mecedora del porche cuando éramos niños, en Derby, Connecticut; una lata de
cerveza en una mano, un cigarro en la otra, las mangas de su camiseta blanca
dobladas siempre dos veces para dejar a la vista la tersa curva de sus bíceps y
el tatuaje rosa que tenía justo debajo del codo izquierdo. Pertenecía a una
generación que no se sentía extraña llevando esos pantalones vaqueros de color
azul sin desteñir que llamaban «petos». Se peinaba como Elvis y tenía un
aspecto ligeramente peligroso, como un marinero con dos copas de más que baja a
tierra firme para armar jaleo. Era un hombre alto que caminaba como un gato.
Recuerdo aquel verano en Derby cuando mis padres detuvieron un espectáculo de
baile en la calle bailando el jitterbug al son de «Rocket 88» de Ike Turner y
los Reyes del Ritmo.
Ralph tenía dieciséis años, creo, y yo tenía once.
Miramos a nuestros padres boquiabiertos, y por primera vez comprendí lo que
hacían por la noche, sin ropa y sin pensar en nosotros.
A los ochenta, cuando le dieron el alta en el
hospital, mi peligrosamente elegante padre se había convertido en otro
esqueleto en pijama (con el emblema de los Pirates). Sus ojos acechaban bajo
sus salvajes y alborotadas cejas. A pesar de los dos ventiladores, sudaba
constantemente, y el olor que desprendía su piel mojada me recordaba al viejo
papel pintado de una casa deshabitada. Su respiración era el perfume de la
descomposición.
Ralph y yo distábamos mucho de ser ricos, pero
cuando juntamos un poco de nuestro dinero con el resto de los ahorros de Doc,
reunimos lo suficiente para contratar a una enfermera privada a tiempo parcial
y a una sirvienta para que fuera a la casa cinco días a la semana. Se las arreglaron
muy bien para mantener al viejo limpio y aseado, pero por aquella época mi
cuñada ya decía que Doc había madurado (aún sigo prefiriendo pensar que eso fue
lo que dijo), que la Batalla de los Olores casi había terminado. Esa mierda que
lo llenaba de llagas les llevaba varias vueltas de ventaja a los recién
llegados polvos para bebé Johnson's; pronto, pensaba yo, el arbitro detendría
la pelea. Doc ya no era capaz de ir al baño (a lo que llamaba invariablemente
«el bidón»), así que usaba pañales y calzoncillos para la incontinencia. Aún
estaba lo bastante consciente para darse cuenta y, por tanto, para
avergonzarse. A veces las lágrimas se derramaban por el rabillo de sus ojos, y
los gritos a medio formar de desesperación y asqueamiento surgían de esa
garganta que una vez había soltado al mundo un «¡Ey, guapa!».
El dolor se asentó en primer lugar en la zona
central y luego se expandió hacia fuera, hasta que llegó a quejarse de que le
dolían los párpados y las yemas de los dedos. Los analgésicos dejaron de
hacerle efecto. La enfermera podía haber elevado la dosis, pero eso podría
haberlo matado y ella se negó. Yo quería darle más aunque lo matara. Y podría
haberlo hecho, con el apoyo de Ruth, pero mi esposa no era de las que secundan
ese tipo de ideas.
—Se enterará —dijo Ruth, refiriéndose a la
enfermera—, y entonces te habrás metido en un lío. —¡Es mi padre!
—Eso no la detendrá. —Ruth siempre veía la botella
medio vacía. Y ello no se debía a cómo se había criado sino a cómo había
nacido—. Dará cuenta de ello. Podrías ir a la cárcel.
Así que no lo maté. Ninguno de nosotros lo mató. Lo
que hicimos fue dejar pasar el tiempo. Le leíamos cosas sin saber cuánto
entendía. Le cambiábamos los pañales y manteníamos actualizado el gráfico de
los medicamentos que había en la pared. Los días eran brutalmente calurosos; de
vez en cuando cambiábamos los dos ventiladores de sitio esperando crear una
corriente de aire. Veíamos los partidos de los Pirates en el pequeño televisor
en color en el que el césped parecía púrpura, y le decíamos que los Pirates
iban muy bien aquel año. Hablábamos entre nosotros por encima de su perfil
afilado. Veíamos cómo sufría y esperábamos su muerte. Y un día, mientras dormía
y roncaba, levanté la vista del Best American Poets of the Twentieth Century y
vi en el umbral de la habitación a una mujer negra, alta y corpulenta, junto a
una niña negra con gafas oscuras.
Esa niña… la recuerdo como si la hubiera visto esta
mañana. Creo que podía tener siete años, aunque era sumamente pequeña para su
edad. Diminuta, de verdad. Llevaba un vestido rosa que le llegaba por encima de
sus huesudas rodillas. Pegada en una de sus igualmente huesudas espinillas
llevaba una tirita con personajes de la Warner Bros.; recuerdo a Sam Bigotes,
con su largo mostacho rojo y una pistola en cada mano. Las gafas oscuras
parecían un premio de consolación comprado en un mercadillo. Eran demasiado grandes
y se habían deslizado hasta el final del puente de la nariz, dejando a la vista
unos ojos fijos, con los párpados pesados, y cubiertos por una película
blanquiazul. Llevaba rastas en el pelo. Colgado de un brazo, un bolso de niña
de plástico rosa roto por el lateral.
Calzaba zapatillas de deporte sucias. En realidad,
su piel no era del todo negra sino de un gris jabonoso. Estaba de pie, pero
parecía casi tan enferma como mi padre.
A la mujer la recuerdo con menos claridad porque la
niña atrajo toda mi atención. La mujer podía tener entre cuarenta y sesenta
años. Tenía el pelo a lo afro, cortado muy corto, y aspecto sereno. Aparte de
eso, no recuerdo nada más; ni siquiera el color de su vestido, si es que
llevaba un vestido.
Creo que sí, pero podría haber llevado pantalones.
—¿Quiénes sois? —pregunté. Sonó estúpido, como si
acabara de despertarme de la siesta en lugar de haber dejado de leer…, aunque
haya cierta similitud.
Trudy apareció detrás de ellas y dijo lo mismo.
Parecía muy despierta. Y a su vez, detrás de Trudy, entró Ruth y dijo con voz
de oh-Dios-santo:
—Hemos debido de dejar la puerta abierta, nunca
echamos el cierre. Deben de haberse colado.
Ralph, de pie al lado de Trudy, miró por encima de
su hombro.
—Ahora está cerrada. Deben de haberla cerrado al
entrar.
Como si eso fuera un punto a su favor.
—No podéis estar aquí —dijo Trudy a la mujer—.
Estamos muy ocupados. Aquí hay un enfermo. No sé qué queréis, pero tenéis que
iros.
—No se puede entrar por las buenas en una casa,
¿sabéis? —añadió Ralph.
Los tres se habían apiñado junto a la puerta del
cuarto del enfermo.
Ruth dio unos golpecitos en el hombro de la mujer,
y no suavemente.
—Tenéis que iros, a no ser que queráis que llamemos
a la policía. ¿Queréis que la llamemos?
La mujer no le hizo caso. Empujó a la niña y le
dijo:
—Recto. Cuatro pasos. Hay como un poste, no vayas a
tropezar. Quiero oírte contar.
La niña contó en voz alta.
—Uno…, dos…, tres…, cuatro.
Se detuvo al lado del perchero metálico del suero
sin mirar hacia abajo; seguramente no podía ver nada a través de los cristales
manchados de sus enormes gafas de mercadillo. No con esos ojos lechosos. Pasó
lo bastante cerca de mí como para que la tela de su vestido me rozara el
antebrazo como un pensamiento. Olía a sucia, a sudada y —como Doc— a enferma.
Tenía marcas oscuras en los brazos, no eran cortes sino llagas.
—¡Detenla! —me dijo mi hermano, pero no lo hice.
Todo sucedió muy rápido. La niña se inclinó hacia la mejilla con barba de
varios días de mi padre y le dio un beso. No fue un besito, sino un besazo. Un
beso sonoro.
Mientras ella se inclinaba, el bolsito de plástico
se balanceó ligeramente contra el lado de la cara de mi padre, y abrió los ojos.
Más tarde, tanto Trudy como Ruth dijeron que se despertó porque le había
golpeado con el bolso. Ralph no estaba seguro, y yo no lo creía en absoluto.
Cuando le golpeó no hizo ningún ruido, ni siquiera pequeño. Dentro del bolso no
había nada, salvo tal vez Kleenex.
—¿Quién eres, pequeña? —preguntó mi padre con su
voz áspera y lista para morir.
—Ayana —dijo la niña.
—Yo soy Doc.
La miró desde esas cavernas oscuras donde vivía,
pero con más comprensión de la que le había visto en las dos semanas que
llevábamos en Ford City. Había llegado a un punto en el que ni siquiera un home
run al final de la novena entrada podía perturbarlo de su cada vez más profunda
gelidez.
Trudy apartó a la mujer y empezó a apartarme a mí,
con la intención de agarrar a la niña que de pronto se había introducido en la
mirada moribunda de Doc. La cogí por la muñeca y la detuve.
—Espera.
—¿Cómo que espere? ¡Son unas intrusas!
—Estoy enferma, tengo que irme —dijo la niña. Luego
lo besó otra vez y dio un paso atrás. Esa vez tropezó con el pie del perchero
del suero, le faltó poco para tirarlo y caerse ella. Trudy atrapó el suero y yo
a la niña. No era nada, solo piel envolviendo una compleja armadura de huesos.
Las gafas cayeron en mi regazo y durante un momento esos ojos lechosos miraron
los míos.
—Tú estás bien —dijo Ayana, y posó la diminuta
palma de su mano sobre mi boca. Me quemó como una brasa, pero no me aparté—. Tú
estás bien.
—Vamos, Ayana —dijo la mujer—. Tenemos que dejar a
estos amigos. Dos pasos. Quiero oírte contar.
—Uno…, dos —dijo Ayana, poniéndose las gafas y
ajustándolas en lo alto de su nariz, donde no durarían mucho.
La mujer la cogió de la mano.
—Que tengan un día bienaventurado, amigos —dijo, y
me miró—. Lo siento por ti, pero los prodigios de esta niña han terminado.
Cruzaron el salón, la mujer agarrando la mano de la
niña. Ralph las siguió como un perro pastor, probablemente para asegurarse de
que ninguna de las dos robaba nada. Ruth y Trudy se inclinaron sobre Doc, que
todavía tenía los ojos abiertos.
—¿Quién era esa niña? —preguntó.
—No lo sé, papá —dijo Trudy—. No te preocupes por
eso.
—Quiero que vuelva —dijo—. Quiero otro beso.
Ruth se volvió hacia mí con los labios apretados
hacia dentro de la boca. Había perfeccionado esa expresión tan desagradable con
el paso de los años.
—Le ha sacado la mitad de la aguja de la vía…, está
sangrando…, y tú te quedas ahí sentado.
—Volveré a colocarla —dije, y pareció que alguien
más estaba hablando. En mi interior había un hombre aguardando, callado y
aturdido. Todavía podía sentir la cálida presión de la mano de Ayana en mi
boca.
—¡Oh, no te molestes! Ya lo he hecho yo.
Ralph volvió.
—Se han ido —dijo—. Caminaron hasta la parada del
autobús. —Se giró hacia mi esposa—.
¿Quieres que llame a la policía, Ruth?
—No. Nos pasaríamos el día rellenando formularios y
respondiendo preguntas. —Hizo una pausa—.
Tal vez hasta nos hicieran testificar en un juicio.
—¿Testificar qué? —preguntó Ralph.
—No lo sé, ¿cómo voy a saberlo? ¿Alguno de vosotros
puede acercarme el esparadrapo para que sujete correctamente la aguja? Creo que
está en la encimera de la cocina.
—Quiero otro beso —dijo mi padre.
—Ya voy yo —dije, pero primero me dirigí a la
puerta principal (Ralph había echado el seguro además de cerrarla) y miré
afuera. La pequeña parada de autobús de plástico verde estaba solo una manzana
más abajo, pero no había nadie esperando junto al poste ni debajo del techo de
plástico. La acera estaba vacía. Ayana y la mujer (su madre o una acompañante)
habían desaparecido. Lo único que me quedaba era el contacto de la mano de la
niña sobre mi boca; aún cálido pero empezaba a desvanecerse.
Ahora viene la parte del milagro. No voy a
escatimar detalles —si voy a contar esta historia, intentaré contarla bien—
pero tampoco me explayaré. Las historias de milagros siempre son satisfactorias
pero pocas veces son interesantes, porque todas son iguales.
Nos alojábamos en uno de los moteles de la calle
principal de Ford City, un Ramada Inn con paredes delgadas. Mi esposa se enfadó
con Ralph porque lo llamaba Ramerín.
—Si sigues llamándolo así, al final un día se te
escapará delante de un extraño —dijo mi mujer—. Y entonces te pondrás colorado.
Las paredes eran tan delgadas que podíamos oír a
Ralph y a Trudy discutir en la habitación de al lado sobre cuánto tiempo podían
permitirse quedarse.
—Es mi padre —dijo Ralph.
A lo que Trudy replicó:
—Intenta decirles eso a los de Connecticut Light
and Power cuando nos llegue la factura. O a tu jefe cuando se te agoten los
días libres por enfermedad.
Era un poco más de las siete de una calurosa tarde
de agosto. Ralph iría pronto a la casa de mi padre, donde la enfermera a tiempo
parcial estaba de servicio hasta las ocho de la tarde. Di en la televisión con
un partido de los Pirates y subí el volumen para amortiguar la deprimente y
predecible discusión de la habitación de al lado. Ruth estaba doblando ropa y
diciéndome que si volvía a comprarme ropa interior en las tiendas de saldos se
divorciaría de mí. O me pegaría un tiro pensando que era un extraño. Sonó el
teléfono. Era la Enfermera Chloe. (Así era como se llamaba a sí misma: «Tome un
poco más de sopa, hágalo por la Enfermera Chloe».)
No perdió el tiempo en cortesías.
—Creo que deberíais venir ya mismo —dijo—. No solo
Ralph para pasar la noche. Todos vosotros. —¿Se está muriendo? —pregunté.
Ruth dejó de doblar la ropa y se acercó. Me puso
una mano en el hombro. Habíamos estado esperando ese momento —en realidad lo
deseábamos— y de repente ahí estaba; era demasiado absurdo para que doliera.
Doc me había enseñado a usar una raqueta de tenis cuando era un niño no mucho
mayor que la pequeña intrusa ciega de aquel día. Me había pillado fumando
detrás del viñedo y me había dicho —no enfadado, sino amable— que ese era un
hábito estúpido y que haría muy bien si no permitía que me atrapara. Pensar que
podría no estar vivo a la mañana siguiente, cuando pasara el repartidor de
periódicos… Era absurdo.
—No lo creo —dijo la Enfermera Chloe—. Parece que
está mejor. —Hizo una pausa—. Nunca en mi vida había visto nada parecido.
Estaba mejor. Cuando llegamos quince minutos más
tarde, estaba sentado en el sofá del salón y miraba el partido de los Pirates
en el televisor más grande de la casa; no era una maravilla tecnológica, pero
al menos era a todo color. Se estaba tomando un batido de proteínas con una
pajita. Tenía algo de color. Sus mejillas parecían más regordetas, quizá porque
estaba recién afeitado. Se había recuperado. Eso fue lo que pensé en ese
momento, y a medida que pasaba el tiempo esa impresión se intensificó. Y otra
cosa más en la que todos estábamos de acuerdo (también la incrédula mujer con la
que me había casado): el olor amarillento que flotaba alrededor de él como el
éter había desaparecido.
Nos saludó a cada uno por nuestro nombre y nos dijo
que Willie Stargell acababa de conseguir un home run para los Buckos. Ralph y
yo nos miramos como para confirmar que estábamos allí. Trudy se sentó en el
sofá, al lado de Doc, aunque fue más un dejarse caer. Ruth fue a la cocina y
cogió una cerveza. Un milagro.
—No me importaría tomarme una de esas, Ruthiedu
—dijo mi padre, y después, seguramente malinterpretando como una señal de
desaprobación la atónita y tensa expresión de mi rostro—: Me siento mejor. Las
tripas apenas me duelen.
—Creo que no debería tomar cerveza —dijo la
Enfermera Chloe. Estaba sentada en una silla en el otro lado de la habitación y
no parecía haber recogido sus cosas, un ritual que normalmente comenzaba veinte
minutos antes del final de su turno. Su molesta autoridad de hazlo-por-mamá
parecía haberse vuelto muy frágil.
—¿Cuándo ha empezado esto? —pregunté, sin estar muy
seguro de a qué me refería con «esto» porque la mejoría parecía general. Pero
si tenía algo concreto en mente supongo que era la desaparición del olor.
—Cuando nos fuimos esta tarde estaba mejor —dijo
Trudy—. Pero no lo creí.
—Bolcheviques —dijo Ruth. Esa era la mayor
palabrota que se permitía.
Trudy no le hizo caso.
—Fue esa niña —dijo.
—¡Bolcheviques! —gritó Ruth.
—¿Qué niña? —preguntó mi padre.
El partido estaba en la media parte. En la
televisión, un tipo sin pelo, dientes grandes y ojos de loco nos explicaba que
las alfombras de Juker's eran tan baratas que casi eran gratis. Y, Dios santo,
la financiación era sin intereses. Antes de que ninguno pudiéramos responder a
Ruth, Doc le preguntó a la Enfermera Chloe si podía tomarse media cerveza. Ella
dijo que no. Pero en aquella casa los días de autoridad de la Enfermera Chloe
estaban a punto de terminar, y durante los cuatro años siguientes —antes de que
un trozo de carne a medio masticar se detuviera para siempre en su garganta— mi
padre se bebió muchas cervezas. Espero que disfrutara de cada una de ellas. La
cerveza es un milagro en sí mismo.
Fue esa noche, cuando yacíamos insomnes sobre el
duro colchón del Ramerín y oíamos el traqueteo del aire acondicionado, cuando
Ruth me dijo que mantuviera la boca cerrada en cuanto a la niña ciega, a la que
no llamó Ayana sino «la niña negra mágica», pronunciándolo con un feo sarcasmo
que no era propio de ella.
—Además —dijo—, no será definitivo. A veces una
bombilla brilla más fuerte justo antes de fundirse. Estoy segura de que eso
también les pasa a las personas.
Quizá, pero lo de Doc Gentry era un milagro. A
finales de semana paseaba por el patio trasero conmigo o con Ralph como apoyo.
Después de eso, todos volvimos a casa. Y la primera noche recibí una llamada de
la Enfermera Chloe.
—No vamos a ir, me da igual lo enfermo que esté
—dijo Ruth medio histérica—. Díselo.
Pero la Enfermera Chloe solo quería comunicarnos
que había visto a Doc saliendo de la Ford City Veterinary Clinic, adonde había
ido para hacerle una consulta al joven jefe de la clínica acerca de un caballo
con modorra. Llevaba el bastón, dijo, pero no lo usaba. La Enfermera Chloe dijo
que nunca había visto a un hombre «de su edad» con un aspecto más saludable.
—Tenía los ojos brillantes y muy despiertos —dijo—.
Aún no lo creo.
Un mes más tarde caminaba (sin bastón) alrededor de
la manzana, y durante el invierno nadaba diariamente en la piscina municipal.
Parecía un hombre de sesenta y cinco años. Todo el mundo lo decía.
A raíz de su recuperación, hablé con todo el equipo
médico de mi padre. Lo hice porque lo que le había ocurrido me recordaba a los
mal llamados dramas milagrosos que se representaban en las ciudades europeas en
la época medieval. Me dije que si cambiaba el nombre de mi padre (o quizá si
simplemente lo llamaba señor G.) podría hacer un interesante artículo para un
periódico u otra publicación. Podía haber sido verdad —en cierto modo—, pero no
llegué a escribir ese artículo.
El primero en levantar la bandera roja fue Stan
Sloan, el médico de cabecera de Doc. Había enviado a Doc a la University of
Pittsburg Cáncer Institute y pudo achacar así el incuestionable error de diagnóstico
a los doctores Retif y Zamachowski, los oncólogos de mi padre. Ellos desviaron
la responsabilidad a los radiólogos por sus chapuceras radiografías. Retif dijo
que el jefe de radiología era un incompetente que no sabía distinguir un
páncreas de un hígado. Pidió que no se le citara, pero después de veinticinco
años doy por hecho que tales limitaciones han caducado.
El doctor Zamachowski dijo que era un simple caso
de órgano malformado.
—Nunca me quedé tranquilo con el diagnóstico
original —me confió.
Hablé con Retif por teléfono; en persona con
Zamachowski. Llevaba una bata blanca con una camiseta roja debajo en la que
parecía que ponía PREFIERO JUGAR AL GOLF.
—Siempre pensé que se trataba del síndrome de Von
Hippel-Lindau.
—¿Eso también lo habría matado? —pregunté.
Zamachowski esbozó la misteriosa sonrisa que los
médicos reservan a los fontaneros ignorantes, las amas de casa y los profesores
de inglés. Después dijo que llegaba tarde a una reunión.
Cuando hablé con el jefe de radiología, extendió
las manos.
—Aquí somos responsables de las radiografías, no de
su interpretación —dijo—. Dentro de diez años emplearemos unos equipos con los
que será prácticamente imposible cometer errores de este tipo. Pero mientras
tanto, ¿por qué no se limita a alegrarse de que su padre esté vivo? Disfrute de
él.
En ese aspecto hice todo lo que pude. Y durante mis
breves indagaciones, a las que por supuesto yo llamaba investigaciones, aprendí
una cosa interesante: la definición médica de «milagro» es «error de
diagnóstico».
1983 fue mi año sabático. Tenía un contrato con una
editorial académica para escribir un libro titulado Enseñando lo inenseñable:
estrategias para la escritura creativa, pero, al igual que el artículo sobre
los milagros, jamás llegué a terminarlo. En julio, mientras Ruth y yo hacíamos
planes para un viaje de acampada, de repente mi orina se volvió rosa. Después
vino el dolor, primero en el interior de la nalga izquierda, y luego se
intensificó y se extendió hasta la ingle. Para entonces ya había empezado a
orinar sangre —creo que eso fue cuatro días después de las primeras punzadas,
cuando todavía estaba jugando al famoso juego conocido en todo el mundo de
Quizá Se Cure Solo— y el dolor había pasado del ámbito de lo serio al reino de
lo insoportable.
—Estoy segura de que no es cáncer —dijo Ruth, de lo
que se desprendía que estaba segura de que sí lo era. La mirada de sus ojos era
incluso más alarmante. Lo negaría hasta en el lecho de muerte (el sentido
práctico era su orgullo) pero estoy seguro de que lo que se le pasó por la
cabeza era que el cáncer que había abandonado a mi padre me había golpeado a
mí.
No era cáncer. Eran cálculos renales. Mi milagro se
llamaba litotricia extracorpórea por ondas de choque, lo cual —junto con un
tratamiento diurético— disolvería las piedras del riñon. Le dije a mi médico
que jamás en la vida había sentido un dolor tan intenso.
—Creo que no volverás a sentirlo aunque sufras un
infarto —dijo—. Las mujeres que han tenido piedras en el riñon comparan ese
dolor con un parto. Con un parto difícil.
Todavía estaba considerablemente dolorido pero pude
leer una revista mientras esperaba en la consulta del médico para la siguiente
visita, lo que consideré un gran paso adelante. Alguien se sentó a mi lado y
dijo:
—Vamos, es la hora.
Levanté la vista. No era la mujer que había entrado
en la habitación de mi padre cuando estaba enfermo; era un hombre con un traje
marrón absolutamente corriente. No obstante, sabía por qué estaba allí. Nunca
lo puse en duda. También sentí que si no le acompañaba, ninguna litotricia del
mundo podría ayudarme.
Nos marchamos. La recepcionista no estaba en su
escritorio, así que no tuve que explicar mi repentina huida. De todas formas,
no sé qué le hubiera dicho. ¿Que la ingle me había dejado de arder de repente?
Eso era absurdo además de falso.
El hombre del traje parecía tener unos treinta y
cinco años y estar en forma; tal vez fuera un ex marine incapaz de poner fin a
los cortes de pelo a cepillo. No dijo una palabra. Atravesamos el centro médico
donde mi doctor seguía haciendo su ronda, y luego cruzamos la arboleda del
patio del Healing Hospital, yo ligeramente inclinado hacia delante a causa del
dolor, que ya no gruñía pero ardía.
Entramos en pediatría y recorrimos un pasillo que
tenía las paredes llenas de murales de Disney y la canción «It's a Small World»
sonaba por los altavoces del techo. El ex marine caminaba rápidamente, con la
cabeza erguida, como si perteneciera a aquel lugar. Yo no pertenecía a aquel
lugar, y lo sabía. Nunca me había sentido tan lejos de casa y de la vida tal
como yo la concebía. Si hubiera flotado hasta el techo como el globo de
MEJÓRATE PRONTO de un niño, no me habría sorprendido.
Al llegar al puesto de enfermería, el ex marine me
agarró del brazo y me retuvo hasta que los dos enfermeros —un hombre y una
mujer— estuvieron ocupados de nuevo. Después, cruzamos hasta otro pasillo donde
una niña sin pelo nos miraba con ojos famélicos desde una silla de ruedas. La
niña extendió una mano.
—No —dijo el ex marine, y tiró de mí. Pero me dio
tiempo a echar otra mirada a esos ojos brillantes y moribundos.
Me llevó a una habitación donde un niño de unos
tres años estaba jugando a las construcciones dentro de una tienda de campaña
de plástico transparente que cubría toda la cama. El niño nos miró con alegre
interés. Parecía mucho más sano que la niña de la silla de ruedas —tenía una
buena mata de rizos pelirrojos— pero su piel era de color plomizo, y cuando el
ex marine me empujó y se replegó en posición de descanso, me di cuenta de que
en realidad el niño estaba muy enfermo. Cuando descorrí la cremallera de la
tienda, sin prestar atención al cartel de la pared en el que ponía ZONA
ESTERILIZADA, pensé que el tiempo que le quedaba de vida podría medirse en días
en lugar de en semanas.
Me acerqué a él y percibí el olor a enfermo de mi
padre. Era un poco más suave pero esencialmente el mismo. El niño alzó los
brazos sin reparos. Cuando lo besé en la comisura de la boca, me devolvió el
beso con un anhelo que indicaba que hacía tiempo que nadie lo tocaba. Al menos
nadie que no le hiciera daño.
Nadie vino a preguntarnos qué estábamos haciendo,
ni nos amenazó con llamar a la policía, como había hecho Ruth aquel día en el
dormitorio de mi padre. Volví a cerrar la cremallera de la tienda. En la puerta
me giré para mirar otra vez al niño y lo vi sentado dentro de la tienda de
plástico transparente con una pieza de construcción en las manos. La soltó y me
dijo adiós con la mano; el adiós de un niño, con los dedos abriéndose y
cerrándose dos veces. Me despedí del mismo modo.
Parecía que ya estaba mejor.
Al llegar al puesto de enfermería, el ex marine
volvió a agarrarme del brazo, pero en esa ocasión el enfermero —un hombre con
ese tipo de sonrisa desaprobadora que el jefe de mi departamento de inglés
había elevado a un nivel artístico— se percató de nuestra presencia. Nos
preguntó qué estábamos haciendo allí.
—Lo siento, compañero, nos hemos equivocado de
planta —respondió el ex marine.
Unos minutos más tarde, en la escalera del
hospital, dijo:
—Encontrarás el camino de vuelta, ¿verdad?
—Claro —dije—, pero primero tendré que pedir otra
cita con mi médico.
—Sí, supongo que sí.
—¿Volveremos a vernos?
—Sí —dijo, y se alejó caminando hacia el
aparcamiento del hospital.
No miró atrás.
Regresó en 1987, mientras Ruth estaba en el
supermercado y yo cortaba el césped con la esperanza de que ese zumbido
enfermizo de la parte de atrás de la cabeza no fuera el principio de una
migraña, aunque sabía que lo era. Desde que vi a ese niño en el Healing
Hospital, era propenso a padecerlas. Pero no pensaba en el niño mientras
permanecía acostado en la oscuridad con un trapo húmedo sobre los ojos. Pensaba
en la niña.
Esta vez fuimos a ver a una mujer al St. Jude's.
Cuando la besé, me cogió la mano y la puso sobre su pecho izquierdo. Era el
único que le quedaba; los médicos ya le habían extirpado el otro.
—Le quiero, señor —dijo llorando.
No supe qué decir. El ex marine estaba en la
entrada, con las piernas separadas, las manos detrás de la espalda. En posición
de descanso.
Pasaron los años antes de que volviera: a mediados
de diciembre de 1997. Fue la última vez. Por entonces mi problema era la
artritis, y todavía lo es. El pelo en punta del ladrillo que el ex marine tenía
por cabeza había encanecido en su mayor parte, y sus arrugas eran tan profundas
como las comisuras de la boca del muñeco de un ventrílocuo. Accedimos a la
autopista I-95 del norte de la ciudad, donde había habido un accidente. Una
camioneta había colisionado con un Ford Escort. El Escort había quedado para
desguace. Los paramédicos habían asegurado con correas a una camilla al
conductor, un hombre de mediana edad. La policía interrogaba al uniformado
conductor de la camioneta, que parecía abatido pero ileso.
Los paramédicos cerraron las puertas de la
ambulancia, y el ex marine dijo:
—Ahora. Mueve el culo.
Moví mi anciano culo hasta la parte trasera de la
ambulancia. El ex marine fue hacia la parte delantera señalando algo con el
dedo.
—¡Eh! ¡Eh! ¿Eso no es una pulsera médica de
identificación?
Los paramédicos se giraron para mirar; uno de ellos
y uno de los policías que había estado hablando con el conductor de la
camioneta fueron hacia donde el ex marine señalaba. Abrí la puerta de atrás de
la ambulancia y me arrastré hasta la cabeza del conductor del Escort. Al mismo
tiempo saqué el reloj de bolsillo de mi padre; lo había llevado desde que me lo
dio como regalo de bodas. Su delicada cadena de oro iba atada a una de las
presillas de mi pantalón. No había tiempo para ser cuidadoso, así que lo arranqué.
El hombre de la camilla me miró desde la penumbra,
el cuello roto creaba un abultamiento en la nuca, como el pomo de una puerta
cubierto de piel brillante.
—No puedo mover los malditos dedos —dijo.
Le besé en la comisura de la boca (supongo que era
mi lugar especial), y cuando me estaba incorporando, el paramédico me agarró.
—¿Qué diablos está haciendo? —preguntó.
Señalé el reloj, que ahora yacía en un lado de la
camilla.
—Estaba en la hierba. Pensé que lo querría.
Cuando el conductor del Escort fuera capaz de
decirle a alguien que ese reloj no era suyo y que las iniciales grabadas en el
interior de la tapa no significaban nada para él, nosotros ya habríamos
desaparecido.
—¿Recuperaron su pulsera médica de identificación?
El paramédico parecía asqueado.
—Solo era una pieza de cromo —dijo—. Largo de aquí.
Luego, no tan brusco, dijo:
—Gracias. Podía habérselo quedado.
Era verdad. Me encantaba ese reloj. Pero… no había
tenido tiempo para pensar. Era todo lo que tenía.
—Tienes sangre en el dorso de la mano —dijo el ex
marine mientras volvíamos a mi casa. íbamos en su coche, un indescriptible
sedán Chevrolet. En el asiento de atrás había una correa de perro y del espejo
retrovisor colgaba una medalla de san Cristóbal en una cadena de plata—.
Deberías limpiártela cuando llegues a casa.
Le dije que lo haría.
—No volverás a verme —dijo.
Recordé lo que la mujer negra le había dicho a
Ayana. No había pensado en ello desde hacía años.
—¿Mis prodigios han terminado? —pregunté.
El parecía desconcertado, finalmente se encogió de
hombros.
—Como trabajo sí —dijo—. Yo no sé nada de
prodigios.
Le hice tres preguntas más antes de que me dejara
en casa por última vez y desapareciera de mi vida. No esperaba que respondiera,
pero lo hizo.
—Toda esa gente a la que he besado… ¿podrán hacer
lo mismo con otras personas? ¿Podrán besarles las heridas y hacerlas
desaparecer?
—Algunos sí —dijo—. Así es como funciona. Otros no
pueden. —Se encogió de hombros—. Ni podrán. —Volvió a encogerse de hombros—. Es
igual.
—¿Conoces a una niña llamada Ayana? Aunque supongo
que ahora será mayor.
—Está muerta.
Mi corazón se hundió, pero no a mucha profundidad.
Supongo que siempre lo supe. Volví a pensar en la niña de la silla de ruedas.
—Ella besó a mi padre —dije—. A mí solo me tocó.
¿Por qué fui el elegido?
—Porque lo eras —dijo, y enfiló el camino de
entrada de mi casa—. Hemos llegado.
Se me ocurrió algo. Me pareció una buena idea, solo
Dios sabe por qué.
—Ven por Navidad —dije—. Ven a cenar por Navidad.
Somos muchos. Le diré a Ruth que eres un primo de Nuevo México. —No le había
dicho nada del ex marine. Sabía que nombrar a mi padre sería suficiente para
ella. En realidad sería demasiado.
El ex marine sonrió. Quizá no era la primera vez
que lo veía sonreír, pero es la única vez que recuerdo.
—Creo que me lo perderé, compañero, aunque te lo
agradezco. Yo no celebro la Navidad. Soy ateo.
Y eso es todo, creo…, excepto lo del beso a Trudy.
Ya os dije que había perdido la cabeza, ¿recordáis? Tenía Alzheimer. Ralph
había hecho buenas inversiones, y cuando murió la dejó bien situada, y los
niños la vieron marcharse a un lugar agradable cuando ya no podía vivir
dignamente en casa. Ruth y yo íbamos juntos a verla, hasta que ella sufrió un
ataque al corazón mientras el avión se aproximaba al International de Denver.
Fui a ver a Trudy no mucho después de aquello, porque estaba solo y deprimido y
quería recuperar alguna conexión con los viejos tiempos. Pero ver a Trudy
convertida en aquello, mirando por la ventana en lugar de mirarme a mí,
haciendo ruido con el labio inferior mientras la saliva se le escurría por las
comisuras de la boca, solo consiguió que me sintiera peor. Era como volver a tu
ciudad natal para ver la casa en la que te criaste y encontrar un solar vacío.
La besé en la comisura de la boca antes de
marcharme, pero por supuesto no ocurrió nada. No hay milagro sin alguien que lo
obre, y mis días de milagros han quedado atrás. Salvo a altas horas de la
noche, cuando no puedo dormir. Entonces bajo la escalera y puedo ver la
película que quiera. Hasta películas eróticas. Tengo una antena parabólica, ya
sabéis, y algo llamado Global Movies. Si hubiera contratado el paquete MLB
podría pillar hasta los Pirates. Pero hoy día vivo con unos ingresos fijos y,
aunque no me falta de nada, tengo que controlar mis discretos gastos. Puedo
leer sobre los Pirates en internet. Todas esas películas son milagros
suficientes para mí.
FIN
El
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