Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra
ciudad como hombre eminente, liberal y espléndido, y viviendo vida hidalga,
halló siempre placer en los perros y en los pájaros, por no citar aquí otras de
sus empresas de mayor monta. Pues bien; habiendo un día este caballero cazado
con un halcón suyo una grulla cerca de Perétola y hallando que era tierna y
bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente cocinero, llamado Chichibio,
con orden de que se la asase y aderezase bien. Chichibio, que era tan atolondrado
como parecía, una vez aderezada la grulla, la puso al fuego y empezó a asarla
con todo esmero.
Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso
olor el ave, cuando se presentó en la cocina una aldeana llamada Brunetta, de
la que el marmitón estaba perdidamente enamorado; y percibiendo la intrusa el
delicioso vaho y viendo la grulla, empezó a pedirle con empeño a Chichibio que
le diese un muslo de ella. Chichibio le contestó canturreando:
-No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis
de mí.
Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo:
-Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí
no has de conseguir nunca ni tanto así.
Cuanto más Chichibio se esforzaba por
desagraviarla. tanto más ella se encrespaba; así es que, al fin, cediendo a su
deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se lo ofreció.
Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos
invitados, advirtió aquel la falta y extrañándose de ello hizo llamar a
Chichibio y le preguntó qué había sido del muslo de la grulla. A lo que el
trapacero del veneciano contestó en el acto, sin atascarse:
-Las grullas, señor, no tienen más que una pata y
un muslo.
Amoscado entonces Currado, opuso:
-¿Cómo diablos dices que no tienen más que un
muslo? ¿Crees que no he visto más grullas que ésta?
-Y, sin embargo, señor, así
es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo demostraré con
grullas vivas -arguyó Chichibio.
Currado no quiso enconar más
la polémica, por consideración a los invitados que presentes se hallaban, pero
le dijo:
-Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo
vivo -cosa que yo jamás había reparado ni oído a nadie- mañana mismo, yo
dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te juro que si la cosa no fuese como
dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas hayas de acordarte de mi
nombre.
Terminada con esto la plática por aquel día, al
amanecer de la mañana siguiente, Currado, a quien el descanso no había
despejado el enfado, se levantó cejijunto, y ordenando que le aparejasen los
caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y se encaminó a la orilla de
una albufera, en la que solían verse siempre grullas al despuntar el día.
-Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido
ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero.
Chichibio, viendo que todavía le duraba el
resentimiento al caballero y que le iba mucho a él en probar que las
grullas sólo tenían una pata, no sabiendo cómo salir del aprieto, cabalgaba
junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana hubiera puesto pies en
polvorosa si le hubiese sido posible; mas, como no podía, no hacía sino mirar a
todos lados, y cosa que divisaba, cosa que se le antojaba una grulla en dos
pies.
Llegado que hubieron a la albufera, su ojo
vigilante divisó antes que nadie una bandada de lo menos doce grullas, todas
sobre un pié, como suelen estar cuando duermen. Contentísimo del hallazgo, asió
la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a Currado, le dijo:
-Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo
que ayer os dije, cuando aseguré que las grullas no tienen más que una
pata: basta que miréis aquéllas.
-Espera que yo te haré ver que
tienen dos -repuso Currado al verlas. Y, acercándoseles algo más,
gritó-: ¡Jojó!
Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro
pie, emprendieron la fuga. Entonces Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio:
-¿Y qué dices ahora, tragón? ¿Tienen, o no, dos
patas las grullas?
Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde
meterse ya, contestó:
-Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la
grulla de ayer no le habéis gritado¡Jojó!, que si lo hubierais hecho,
seguramente habría sacado la pata y el muslo como éstas han hecho.
A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que
todo su resentimiento se le fue en risas, y dijo:
-Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber
hecho.
Y así fue como gracias a su
viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse de la tormenta y
hacer las pases con su señor.
FIN
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lunes, 9 de mayo de 2016
Giovanni Boccaccio - El cocinero Chichibio
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